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Tacto

Eso Fue Así

Tacto

El otro día alguien me preguntaba: 

–¿Por qué no te atreves a decírselo cuando ves a alguien haciendo algo que está mal?

Le dije: 

–Yo lo hago.

Pero la otra persona insistió: 

–No, veo personas aquí, de visita, que no se están comportando como es debido, y nunca les dices nada. Siempre las tratas muy amablemente. ¿Cómo aprenderán si no les enseñas?

–¿Quién soy yo para enseñar a los demás? –le dije, pero esa persona no quedó conforme. Soy consciente y conozco mis propias debilidades, y sé que no estoy en condiciones de tratar de enseñar a los otros lo que tienen que hacer. Por supuesto, las cosas las decimos. Si veo que alguien está haciendo algo que me doy cuenta de que le va a hacer daño, entonces le diré algo. Si yo supiera que aquí hay alguien que se droga, lo llevaría aparte y le diría que no debería hacerlo. Yo consideraría que mi deber fraterno es decirle algo. Pero si se trata de algo menor, ¿entonces quién soy yo para decirle algo?

Y estos días creo cada vez más que es Baba quien lo está haciendo todo. ¿Entonces cómo puedo yo decir las cosas cuando es Baba quien lo está haciendo? De tanto en tanto alguien hace una cosa que me molesta y entonces se me escapa decirle algo sin rodeos. Ustedes saben cómo soy, tengo un carácter fuerte y de vez en cuando estallo y digo algo. Pero es Eruch quien está diciendo esas cosas, no es Baba en mí. El hecho de que yo hable sin rodeos es mi debilidad, ¿entonces cómo aprenderán ustedes de la debilidad que yo exhiba?

Y, en cualquier caso, ¿qué hay que aprender? Baba nos ha revelado que la Verdad existe ya dentro de cada uno. No es cuestión de aprender esta Verdad sino de “desaprender” toda la falsedad que estamos acostumbrados a creer, ¿y qué es esta falsedad sino nuestro propio ego? Cuando digo: “Yo soy Eruch”, esto no es la Verdad. Esto es falsedad. Pero no importa cuántas veces diga: “Yo soy Dios”, aun siento que yo soy Eruch. En este caso, también es un tipo de falsedad de mi parte decir: “Yo soy Dios”. Hasta que yo lo experimente de verdad, me incumbe decir: “Yo soy Eruch”, pero mantener en el fondo de mi mente que esto no es así.

Sé que esto es una paradoja. Parece una contradicción, lo sé, y es así. Por ese motivo la mejor solución no es decir; “Yo soy Dios” o ”Yo soy Eruch” sino “Yo soy Su esclavo”. Tal vez esta no sea la Verdad última, pero es la verdad, con “v” minúscula, la cual nos conducirá muy fácilmente hacia la Verdad, con “v” mayúscula, del estado de “Yo soy Dios”.

Ustedes ya saben lo que deben hacer, cada uno sabe esto. No necesitan que otro se los diga. Me han escuchado contarles tantas veces anécdotas sobre cómo Baba corregía a sus amantes. Él no nos decía: “Ustedes deben hacer esto, esto y esto,” o “Nunca hagan eso, aquello o eso otro”. Dios ya nos dio tales reglas, eso es lo que son los diez mandamientos. ¿No es así? Ya que ¿qué otra cosa son sino reglas de conducta?

Pero Baba decía que los diez mandamientos son meramente la forma externa de normas internas que son inherentes a todas las personas. No es que Dios se acercara a Moisés y le entregara una tabla con estas normas que regirían sobre ellos. Dios ha inscripto estas normas en la tabla del corazón de cada hombre. Ese es el verdadero significado de la historia de los diez mandamientos. Pero, así como los israelitas se entregaban a bacanales y a la idolatría, y Moisés rompió las tablas, también nosotros nos entregamos a lo más bajo nuestro y, por así decirlo, rompemos las tablas dentro de nuestros corazones. Sabemos lo que es correcto, pero no lo hacemos.

Pero esto que sabemos se fortalece cada vez más con nuestra determinación de pertenecerle, y al final nos resulta imposible seguir desobedeciendo, y entonces, sólo entonces, cambiamos de conducta. No porque alguien nos dijo que cambiáramos, sino porque nosotros mismos no podemos ignorar más lo que sabemos que es correcto. Baba ha dicho en los Discursos algo acerca de que no es cuestión de que se enseñe algo a una persona, sino de ayudarla a descubrir lo que ya conoce. ¿Y cómo hacemos eso? Es ahí donde debemos usar nuestra inteligencia.

Les dije anteriormente cómo cuando yo era joven solía enorgullecerme de decir siempre la verdad. Herí a muchos diciéndoles lo que yo consideraba que era la verdad. Pero ustedes saben lo que Baba me dijo; él me dijo: “La Verdad, es aquella que eleva al otro cuando es dicha. Todo lo que aplaste a otra persona no puede ser verdadero”. Entonces eso también deberá ser tenido en cuenta.

A veces, cuando Baba estaba recluido, iba alguien a verlo. Cuando Baba se enteraba, se violentaba muchísimo. Pero si esta Ira Divina llegara a expresarse plenamente, eso significaría el mahapralaya. Baba nos expresaba su desagrado, pero nosotros no se lo transmitiríamos tan violentamente a la otra persona. Eso no le hubiera agradado a Baba. Aunque Baba se hubiera limitado a decirnos con ademanes: “¡Qué bobo! ¿Él no sabe que estoy recluido?”, si nosotros saliéramos a decirle a esa persona: “¿Eh bobo, no sabes que Baba está recluido?,” eso no sería decir la verdad, y Baba se habría disgustado con nosotros.

¿Por qué no habría sido la verdad? Porque eso habría aplastado el entusiasmo de ese hombre por seguir a Baba, que es la Verdad. Tampoco habría expresado el amor y la compasión de Baba, que es una Verdad eterna: Dios es amor y compasión infinitos. Entonces si nosotros fuéramos a expresar solamente el desagrado de Baba, no estaríamos expresando la verdad. Esto no significa que fuéramos a decirle: “Oh, estamos muy contentos porque has venido, es maravilloso, y Baba estará encantado de verte”. No, eso tampoco sería la verdad. Nosotros teníamos que permitir que las personas supieran que habían llegado en mal momento, pero teníamos que hacerlo de tal manera que no se sintieran heridas. Teníamos que hacerles sentir que Baba las amaba y compadecía, al mismo tiempo que les hacíamos saber que Baba estaba recluido y no podía verlas.

Déjenme contarles otra anécdota que tal vez les aclare esto más. En cierto pueblo había un profesor que era famoso y muy respetado. Disertaba todos los días, y la gente iba a escucharlo. Ahora bien, una vez por año había en este pueblo un gran festival –un urs, como Amartithi– conmemorando el fallecimiento de un gran personaje espiritual. Y cada año, durante este festival que duraba cuatro días, miles de peregrinos iban al pueblo en tropel para tomar parte. Sucedió que ese año llegaron al pueblo un Maestro y sus discípulos. Pero debido a que era el tiempo del urs, en ninguna parte había habitaciones disponibles. Todos los hoteles estaban llenos, todos los albergues y todas las habitaciones disponibles habían sido alquiladas y no quedaba una sola comodidad, ni siquiera en la posada de los viajeros.

En todos los lugares a los que los discípulos iban les decían lo mismo: no hay habitaciones, pero hay un profesor que tiene una gran propiedad y muchas dependencias en las que viven sus alumnos, y es posible que en algún sitio de su propiedad haya una habitación que ustedes puedan ocupar.

Entonces fueron a ver a ese profesor y le explicaron que necesitaban una habitación, y el profesor les dijo que la tenía, de hecho tenía una habitación del otro lado de su propiedad. Estaba lejos de donde él residía, pero ellos podrían ocuparla durante corto tiempo. 

–Sí –le dijeron los discípulos–, sólo la querremos por cuatro días y luego nos iremos.

–Muy bien –les dijo el profesor–, podrán usarla durante cuatro días, y después deberán marcharse. 

–Sí, sí –le aseguraron–. Desde luego, nos iremos dentro de cuatro días. –Entonces el Maestro y sus discípulos se mudaron a esa habitación situada en la propiedad del profesor.

Ahora bien, el festival empezó al día siguiente y, como de costumbre, llegaron muchas personas para escuchar la disertación del Maestro. Pero a pesar de que el gentío era grande, no era tanto como el profesor esperaba. 

–¿Qué ha sucedido? –preguntó a continuación a su discípulo más cercano–. ¿Ha venido menos gente al festival de este año?

–No, vino más que el año pasado.

–¿Entonces por qué fue tan pequeña la multitud que estuvo aquí?

–No lo sé. ¿Quieres que intente averiguarlo?

–Sí, por favor, hazlo.

Entonces el discípulo empezó a hacer preguntas y averiguó que el Maestro también había pronunciado un discurso esa mañana y que muchas personas habían ido a escucharlo. Informó sobre esto al profesor, quien se disgustó. 

–Ah, bueno, está bien –decidió un rato después–; ya le oyeron hablar y entonces su curiosidad ha sido satisfecha, y habrá buena asistencia en el discurso de esta tarde.

Pero esa tarde había aún menos personas que las que esa mañana habían escuchado al profesor. Y al día siguiente había menos aún. Para abreviar esta larga historia, cada día eran menos las personas que iban a escuchar al profesor. Podría decirse que nadie iba a escucharlo: todos acudían en tropel adonde estaba el Maestro Perfecto. El profesor estaba muy enfadado por esto. Nunca le había sucedido algo así, y estaba furioso. Porque su corazón era bondadoso, había dado al Maestro Perfecto y a los discípulos de éste una habitación para que se alojaran, y he aquí cómo ellos compensaron su generosidad atrayendo hacía sí a todas las multitudes. Por supuesto, él no expresó esto, pero estos eran los pensamientos que atravesaban su mente. Y lo único que refrenaba su ira era el pensar que, al término de los cuatro días, el Maestro Perfecto y sus discípulos se irían y entonces él no tendría que preocuparse más.

Entonces, ni bien los cuatro días llegaron a su fin, respiró aliviado y esa mañana fue a pronunciar su discurso con la esperanza de que tendría de inmediato una enorme multitud. Pero otra vez nadie fue a escucharlo. El profesor no pudo reprimirse: 

–Ve a ver si ese hombre está viviendo todavía en mi propiedad –le ordenó a su discípulo–, y si lo está, dile que él prometió quedarse solamente cuatro días, y dile que se vaya inmediatamente, pues no quiero que esté más tiempo aquí.

El discípulo fue y se acercó al Maestro Perfecto, quien todavía estaba allí, y empezó diciendo: 

–Bondadoso señor, mi profesor te envía sus saludos. Como tú sabes, él ha estado muy ocupado estos últimos cuatro días, y por eso no ha podido saludarte personalmente como le hubiera gustado hacerlo, y entonces me ha enviado para asegurarse de que aquí hayas estado cómodo, y para agradecerte por haber honrado su propiedad durante estos últimos días.

–Eso es muy bueno de su parte –replicó el Maestro–. Ten a bien decirle que le estamos muy agradecidos y que comprendemos que no le haya sido posible saludarnos personalmente.

–Mi profesor también quiere saber –continuó el discípulo– si hay algo que necesites ahora que te preparas para partir. ¿Hay algo que él pueda suministrarte y que haga más cómodo tu viaje?

–No, tengo todo, gracias. Dile a tu profesor que apreciamos su extraordinaria consideración, pero no hay nada que necesitemos. Nos iremos tan pronto empaquemos nuestras pocas pertenencias y recitemos nuestras plegarias.

El discípulo regresó para informar al profesor que había entregado el mensaje y que el Maestro Perfecto se iría ese día. El profesor quedó conforme, pero al día siguiente sucedió lo mismo. Nadie acudió a escuchar su discurso y averiguó que el Maestro Perfecto todavía no se había marchado. 

–Ve y ordénale que se vaya –le dijo a su discípulo–. Él prometió que se iría a los cuatro días. Esto ya es demasiado. Dile que se quedó más tiempo de lo conveniente y que debe marcharse de inmediato, o yo iré y lo echaré.

El discípulo fue y saludó respetuosamente al Maestro Perfecto. 

–Bondadoso señor –le dijo–, mi profesor me ha enviado porque está preocupado por tu salud. Ayer me dijiste que te irías y él teme que debas haberte indispuesto porque aún estás aquí y su inquietud es que yo averigüe si necesitas algún medicamento o si debería mandar a buscar un médico. Se disculpa por no venir personalmente para atender tus necesidades, pero está muy ocupado. Pero me exigió muchísimo que yo viniera porque él está seguro de que debes haber caído enfermo, pues de lo contrario te habrías ido como habías prometido hacerlo. De modo que él quiere que yo vea si hay algo que podamos hacer para ayudarte.

–Dile a tu profesor que, como siempre, él es muy bondadoso. Pero dile que no se preocupe, la enfermedad aquí no existe. El caso es que este es un sitio tan hermoso, tranquilo y santificado por los incontables peregrinos que han venido y orado aquí, que no pude decidirme a marcharme como lo había planeado. Sin embargo, no está bien que nos quedemos aquí demasiado tiempo porque entonces nos apegaríamos a este sitio en lugar de apegarnos al Señor Mismo, de modo que, definitivamente, ya nos iremos mañana después de nuestro baño matutino y de nuestros rezos.

El discípulo regresó para informar al profesor sobre lo conversado. Pero lo que le dijo fue esto: 

–Profesor, ellos se disculparon muchísimo por haberse quedado de más, pero las circunstancias fueron tales que tuvieron que prolongar su estadía. Sin embargo aseguran que se marcharán mañana por la mañana, después de sus baños y rezos.

Pero a la mañana siguiente, el profesor descubrió una vez más que todavía no se habían ido, aunque eran las diez. Entonces agarró un garrote y se encaminó hacia su casa para poder darles personalmente una paliza a esos bribones que seguían sin cumplir lo prometido y se negaban a irse después de prometer que lo harían. El discípulo sabía lo que el profesor estaba pensando, y por eso intercedió rápidamente: 

–Profesor, espera un minuto. No es cuestión de ir allá ahora, ellos no estarán allí. 

–¿Qué quieres decir? Es precisamente porque todavía están aquí que yo voy.

–Sí, lo sé, pero muchos tienen la costumbre de salir a caminar cada mañana a esta hora. ¿Entonces por qué has de cansarte con una larga caminata hasta donde ellos están cuando es muy probable que no estén ahí? ¿Por qué, antes de ir, no esperas hasta que regresen dentro de una hora más o menos?

Esto tenía sentido, y el profesor bajó su garrote mientras murmuraba cómo los obligaría a entrar en razones cuando ellos regresaran. El discípulo salió corriendo para ver al Maestro y volvió a saludarlo con todas las muestras de respeto: 

–Bondadoso señor, mi profesor está muy preocupado porque ahora está seguro de que debes estar enfermo y es por este motivo que sigues posponiendo tu partida. Encima de esto, se siente muy mal porque no ha venido a verte como debía haberlo hecho antes de esto, de modo que viene a visitarte personalmente para averiguar por tu salud y pedirte perdón por su grosería al no saludarte como debería haberlo hecho.

Al escuchar esto, el Maestro se puso de pie, hizo un gesto a sus mándalis para que lo siguieran, y dijo: 

–Tu profesor no debería venir a verme, yo soy el huésped, es mi deber ir personalmente a darle las gracias por su bondadosa y generosa hospitalidad. –Y una vez que dice esto, el Maestro sale de la habitación y empieza a caminar hacia la casa del profesor, que se halla en el otro extremo de la propiedad. Mientras tanto, el profesor se ha enfurecido tanto pensando que el Maestro se estaba quedando tanto tiempo que olvida que se supone que el Maestro ha salido a caminar, agarra su garrote y sale de la casa a la carrera. De modo que él se encamina hacia el Maestro cuando el Maestro se está acercando a él.

Cuando el Maestro ve al profesor, se adelanta de prisa y se prosterna ante él y luego lo abraza con mucho amor y ternura. Y porque él es un Maestro Perfecto, sin que diga una sola palabra, ese abrazo abre el corazón del profesor. El Maestro empieza a darle las gracias al profesor por su hospitalidad y a elogiar al máximo su generosidad, solicitud y consideración.

El profesor está impresionado, y piensa: 

–He dicho aquí tantas groserías sobre este hombre, he dado la orden de que lo echaran de mi propiedad, y ahora he venido para darle una paliza, y sin embargo él es capaz de saludarme con semejante amor. He aquí un hombre verdaderamente notable. –Y entonces invita al Maestro a su casa para poder servirle personalmente el té antes de que se vaya.

El Maestro acepta, y al rato el profesor y el Maestro están cómodamente sentados, bebiendo té, comiendo bocadillos y charlando como si hubieran sido amigos de toda la vida. Cuanto más tiempo pasa en presencia del Maestro, más impresionado está el profesor con él. Y empieza a comprender por qué la gente acudía en tropel a escuchar la plática del Maestro, e íntimamente puede darse cuenta de cuán superficiales eran sus propias pláticas, y cuán poco era lo que él tenía que ofrecer. Pues el intelecto se da cuenta de que está fuera de lugar cuando se lo confronta con el amor. En el Maestro, el profesor ve sus áridos discursos volverse plenamente vivos, y comprende por primera vez que el solo hecho de hablar sobre temas espirituales nunca podrá satisfacer de la manera que puede hacerlo el sabor del Amor Divino.

Al final, cuando el Maestro se marcha, el profesor se aflige al ver que se va, y ahora le está rogando que se quede un poco más. Pero el Maestro le dice que debe irse y que su trabajo en el lugar ha terminado, y se retira con los mándalis que caminan detrás de él. El profesor se vuelve hacia su discípulo y le dice: 

–Allí se va el hombre más notable que jamás conocerás.

–Sí –concuerda el discípulo–, él es verdaderamente uno de los Grandes Seres.

–Y simplemente piensa tú –le dice el profesor–, que a pesar de todas las palabras descorteses que te mandé decirle, él es así. –El discípulo no dice nada. Al rato, el profesor recela de algo y le dice–: Dime, ¿tú le transmitiste mis mensajes?

–Sí, yo fui todas las veces y le transmití lo que me dijiste que le dijera.

–¿Le diste mi mensaje?

–Sí.

–¿Con las palabras exactas y con el exacto tono de voz que yo usé?

–No, no exactamente con las mismas palabras ni con el mismo tono de voz. ¿Cómo yo, que soy un mero discípulo, podría tener la esperanza de lograr las mismas palabras y el mismo tono de voz de mi profesor?

–¿Entonces qué le transmitiste?

–Maestro, cuanto he aprendido de ti en mis largos años que pasé viviendo contigo, eso es lo que le transmití.

El profesor se volvió hacia su discípulo y le dijo: 

–Me has salvado de cometer un gran error. Y al demostrar que eres el discípulo perfecto de mis enseñanzas, te has convertido verdaderamente en maestro del profesor.

Así es como debe ser. Esto es lo que Baba quería y esperaba de nosotros. Y esta actitud se convierte en una segunda naturaleza cuando ustedes se han decidido a pertenecerle.  


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