El otro día yo les estaba diciendo que todos estamos en el mismo bote, y que nosotros no somos diferentes de ninguno de ustedes. Me acordé de eso esta mañana porque una mujer con la que estuve hablando me dijo que estaba sintiéndose desalentada porque, después de todos estos años de seguir a Meher Baba, aún estaba llena de debilidades.
–¿Entonces cuál es el sentido de todo esto si no mejoramos? –me preguntó, y tuve que reírme. Espero que esa persona no me haya considerado grosero; no me estaba riendo de ella, me estaba riendo porque nos sucedía exactamente lo mismo a aquellos que estábamos con Baba.
Yo no estaba buscando a Dios cuando me acerqué a Baba. No estaba buscando respuestas espirituales, era feliz en el mundo. Tenía todo. Les digo que mi vida parecía realmente un paraíso. Yo tenía amigos, tenía amigas, mi familia me quería, mis amigos me querían, vivía en una propiedad enorme con un bello jardín, tenía la mejor instrucción, tenía maestros particulares y, en suma, tenía todo lo que podía querer, y no nos faltaba nada. Y renunciamos a todo para acercarnos a Baba. ¿Cómo me acerqué a él? esa es otra historia que ya les conté muchas veces. Basta decir que mi familia y yo dejamos todo y nos unimos a Baba. Él nos llamó y nosotros fuimos.
Pero después de dejar todo y acercarnos a él, ¿qué hicimos nosotros a cambio? No es que nos acercáramos con la idea de conseguir algo ni que esperáramos algo, pero los demás lo traían a colación. Nos decían:
–Ustedes han vivido tantos años con Baba, ¿y qué han ganado? –Y una vez que nos decían esto, pensábamos: “Tienen razón. Hemos renunciado al mundo, hemos renunciado a todo, y hemos pasado años viviendo junto a Baba, en estrecho contacto con el Avatar, con el Dios-hecho-Hombre, ¿y qué hemos ganado? No parecemos ser mejores que cuando llegamos. De hecho, a veces parecería que hemos empeorado”.
Y no sólo estos pensamientos atravesaban nuestra mente sino que incluso se los expresábamos a Baba. No era que nos acercábamos a Baba y empezábamos a quejarnos, pero ustedes saben cómo es la cosa, cuando no son felices por algo, hay muchas maneras de llamar la atención de alguien sin decírselo a boca de jarro: con refunfuños, con rezongos cuando Baba parecía no escuchar, con ceños fruncidos, o con una muestra de malhumor. Ustedes saben cómo es esto: cuando un niño no consigue salirse con la suya, se enfurruña y pone cara larga; no tiene que decirles nada para que ustedes sepan perfectamente que el niño está descontento. Y nosotros parecíamos eso: parecíamos niñitos.
Baba dejó que esto siguiera durante un tiempo y entonces, un día, mientras estábamos sentados con él, de repente trajo el tema a colación por su cuenta. Nos dijo con gestos:
–Ustedes han estado viviendo conmigo todo este tiempo y todavía tienen muchísimas debilidades. ¿Por qué es esto? Han dejado el mundo, han dejado todo, han renunciado verdaderamente a todo y están viviendo precisamente a mi lado, obedeciendo mis órdenes; sin embargo, no parecen ser diferentes de cuando se unieron a mí por primera vez. ¿Por qué estaría pasando esto?
Por supuesto no pudimos decirle nada porque estas eran las mismísimas preguntas que nos estábamos susurrando hacía muchas semanas, o puede decirse que hacía meses. Pero Baba continuó:
–Esto me hace acordar a una historia –y entonces procedió a contarnos la siguiente historia.
Aparentemente había un Maestro que estaba viviendo con sus mándalis en cierta región de la India. La vida de los mándalis, dado que estaban viviendo con un Maestro verdadero, abarcaba quehaceres y actividades mundanas. Desde el amanecer hasta la noche permanecían ocupados atendiendo las diversas cosas que el Maestro les ordenaba. Lo hacían sin quejarse y todo estaba muy bien.
Pero al pasar los años empezó a haber cierta falta de entusiasmo entre los mándalis. No se trataba de que fueran reacios a hacer lo que el Maestro les decía, aún le obedecían en un ciento por ciento, pero estaba faltando un poco de la chispa, de la energía que ellos tenían anteriormente. La vida parecía aburrida y carente de inspiración. El Maestro se fijó en esto y un día reunió a los mándalis y les dijo:
–Hace años que todos ustedes han estado trabajando muy duramente sin interrupción. ¿Qué me dicen sobre tener unas vacaciones?
–¿Una vacación? ¿Qué clase de vacación? –le preguntaron los mándalis, un tanto desconcertados por lo que el Maestro les sugería.
–Una vacación –les explicó el Maestro–. Veinticuatro horas en las que estarán en libertad para hacer cualquier cosa que les guste. Ninguna clase de trabajo, con excepción de la obligación de encargarse de que lo disfrutemos al máximo.
–Que lo disfrutemos al máximo –refunfuñó uno de los mándalis–, eso significa que podremos tener dos porciones de arroz con dal en vez de una.
–No, no –insistió el Maestro–, me refiero a una vacación de verdad. Sin restricciones de ninguna clase sobre nosotros en ningún sentido. Podremos comer todo lo que deseemos, podremos…
–¿Y habrá bebida?
–Sí, ¿no les dije que sin restricciones? Podrán tener todo lo que quieran. La única condición es que todos ustedes deben ponerse de acuerdo sobre lo que más quieran tener, y entonces tendremos todo eso.
Cuando los mándalis comprendieron que el Maestro se los decía totalmente en serio, empezaron a participar con entusiasmo en la planificación de la vacación que duraría veinticuatro horas. Después de discutirlo mucho, decidieron que lo ideal sería salir en una especie de picnic, y todos empezaron a hacer sugerencias. Algunos estaban muy interesados en la comida y en la bebida; esto no les importó a otros, pero quisieron asegurarse de tener ese picnic en un lindo ambiente. Otros protestaron diciendo que no querían tener que caminar kilómetros para encontrar un lindo sitio. Y así siguieron…
El Maestro participó activamente en todo esto y escuchó con gran interés las sugerencias y en ocasiones hacía algunas sugerencias suyas de vez en cuando. Finalmente decidieron que, en determinada fecha, y en tiempo de luna llena, dentro de tres semanas, pasarían el día jugando a las cartas. Tendrían música, buena comida y bebida, y entonces, al caer la tarde, caminarían hasta el río cercano. Subirían a bordo de la barca del Maestro para cruzar al otro lado y entrar en el pueblo y así conseguir provisiones y demás. Luego pasarían la noche bogando por todo el río bajo la luz de la luna, disfrutando el vino, el pollo, los pasteles y toda clase de manjares. Después, al amanecer, regresarían a la orilla, caminarían de vuelta hasta donde residían y así terminarían su gloriosa vacación de veinticuatro horas.
A uno de los mándalis lo encargaron de la música, de asegurarse de que el gramófono funcionara debidamente y de que escogiera los discos. Otro mándali estaba a cargo de la comida. A cada mándali se le asignó una obligación especial.
Todos estaban muy entusiasmados, y el Maestro parecía siempre estar a la expectativa del evento. Durante las varias semanas siguientes les recordaba esto a los mándalis. Si alguien no se estaba sintiendo bien, le diría:
–Es mejor que empieces a tomar algún medicamento, quiero que estés bien durante tu vacación. –O le pedía a otro–: No te olvides de encargar bastante vino, no queremos que nos falte. ¿Estás seguro de que tendremos suficientes pasteles? ¿Tenemos suficiente bagulla (bolsos o canastos) para llevarlo todo? ¿Estará caliente si lo cocinamos inmediatamente antes de irnos, o deberíamos organizarnos para cocinarlo a bordo de la barca?
En resumen, el Maestro supervisó todos los detalles, y los mantuvo a todos sumamente interesados en la próxima vacación. Levantó una vez más el ánimo de los mándalis, y en el campamento del Maestro reinaron nuevamente las bromas amistosas y el brío. Antes de que pasara mucho tiempo, todos estaban tan interesados en sus obligaciones diarias que casi se sorprendieron cuando una mañana el Maestro hizo esta observación:
–Habrá luna llena dentro de dos días.
Por supuesto, ellos no habían olvidado la vacación, pero habían estado tan ocupados con sus quehaceres habituales que habían perdido la noción del tiempo. Y todos se entusiasmaron muchísimo al darse cuenta de que su vacación llegaría dentro de apenas dos días.
Finalmente llegó el día propiamente dicho. Se levantaron y desayunaron bien, pudieron disfrutar esto por primera vez en su rato libre. No había obligaciones que cumplir, por lo que pudieron relajarse y disfrutar. Algunos incluso durmieron de más, pero la mayoría ansiaba tanto su vacación que se levantaron radiantes y anticipadamente.
Después de bañarse y desayunar entraron en la sala de reuniones y empezaron a jugar a las cartas con el Maestro. Mientras tanto el mándali encargado de la música, preparó el gramófono, mientras que los que estaban a cargo de la comida introdujeron en la sala una canasta con golosinas para que ellos pudieran comer mientras jugaban a las cartas. Y así siguió la cosa.
El Maestro fue fiel a su palabra, y no escatimó en nada. En el transcurso del día hubo chuletas, pasteles y kababs (pinchos de carne). Allí había todo lo que querían y en abundancia. Tomaron refrescos y, por la tarde, empezaron a destapar el vino. Algunos mándalis prepararon el armonio y las tablas (instrumento de percusión) y empezaron a cantar acompañándose con los discos. En resumen, todos estaban disfrutando al máximo, y el Maestro se hallaba en medio de todo eso.
Al caer la noche ya estaban un poco achispados cuando se encaminaron hacia el río y abordaron la barca. Entonces surgió inesperadamente una discusión. ¿Deberían guardar un poco de comida para cenar más tarde esa noche, o cenarían en ese momento para después pasar la noche dejándose llevar por el río, bajo las estrellas y la luna, escuchando la música y bebiendo más vino? Decidieron que entonces podrían consumir la comida para no tener que molestarse tratando de servirla cuando oscureciera. Entonces se sentaron en la barca y cenaron.
Ya había oscurecido y las estrellas se elevaban sobre el horizonte cuando terminaron. Fue un ocaso verdaderamente mágico: estar en el río, escuchar cómo el agua lamía los costados de la barca, ver a la luna espiando a través de las hojas de los árboles alineados a lo largo de la ribera y mirarla ensortijándose en el agua misma. Destaparon más vino, sacaron a relucir una vez más el armonio y las tablas y empezaron a cantar bhajans. Mientras tanto, otros mándalis se turnaban en los remos y llevaban al grupo bogando corriente abajo.
Todos estaban encantados con su vacación. Después de trabajar duramente durante tanto tiempo, consideraban que este pequeño descanso era algo grandioso, y con la compañía del Maestro, con la noche, el río, las canciones y el vino, nadie tenía de qué quejarse.
Estaba amaneciendo cuando el Maestro batió palmas y les dijo que ya era hora de regresar. Entonces, con cierta renuencia, se pusieron a hacer girar la barca y a regresar, cuando de repente se produjo un alboroto.
–¿Qué es esto? –preguntó el Maestro. ¿Qué había sucedido? Empezaba a haber luz, el Maestro los había sacado de su maravilloso ensueño batiendo palmas y ordenándoles que regresaran, ¡y quedaron estupefactos al ver que todavía estaban amarrados a la orilla! Nunca habían soltado amarras la noche anterior y todo el tiempo habían estado remando en el bote y admirando el hermoso paisaje, sentados en el mismo lugar, sin moverse. Todos habían tenido la ilusión de haber pasado la noche dejándose llevar por el río con el Maestro, pero en realidad no habían ido a ningún lado.
Entonces el Maestro se volvió hacia nosotros y nos dijo con gestos:
–Y con todo lo que ustedes charlan acerca de abandonar al mundo, de haber renunciado a todo, ninguno de ustedes ha soltado amarras realmente. Todavía están firmemente anclados al mundo.
¿Qué podíamos contestarle cuando Baba nos dijo esto? Todas nuestras quejas desaparecieron porque, por supuesto, sabíamos que eso era verdad. Habíamos renunciado al mundo y dejado todo, eso era verdad en un sentido, pero interiormente teníamos que reconocer la verdad de lo que Baba nos había dicho: todavía estábamos firmemente anclados al mundo. Y todavía lo estamos. Lo admito. Si yo no estuviera firmemente anclado en el mundo, no estaría ahora aquí contándoles esta historia. El hecho de que yo esté aquí, sentado en el Mándali Hall, mientras paso el tiempo conversando con ustedes, prueba que todavía no he soltado mi amarra.