Daulat Singh había difundido el nombre de Meher Baba por todo Srinagar, y los devotos estaban ávidos de su darshan. Cuando tuvo lugar el sepelio de Chanji, a Dhar, Ganjoo y Kain les fue posible ver a Baba por primera vez, y la sonrisa de él transformó para ellos esa triste ocasión de duelo en una jubilosa celebración. Todos le rogaron que permitiera que otros tuvieran una oportunidad de estar en su compañía. Daulat Singh estaba inmerso en el amor de Baba, y éste no tenía corazón para decepcionarlo.
Un día, Baba preguntó al médico qué estaba pensando y Daulat Singh le contestó: “Algunos amigos míos y su familia ansían recibir tu darshan, pero no deseo que eso sea sin tu permiso”.
Baba sonrió y le deletreó: “Si no me lo ruegas, entonces soy yo quien te ruega que los traigas a todos aquí, el 20 de septiembre, por una hora. Pero no dispongo de más de una hora”.
Entre ellos había un ermitaño, el cual describió a Baba sus austeridades y también las visitas que efectuaba a diferentes santos. Baba lo elogió, y en medio de la conversación con todos, dijo lo siguiente: “¡Daulat Singh es una piedra preciosa!”.
Aquel ermitaño replicó con una sabia sonrisa: –Es una piedra preciosa, pero todavía de este mundo. Aún no ha renunciado al mundo.
Baba se limitó a sonreír, sin hacer comentarios. Entonces se puso a discutir otra cosa y, un rato después preguntó: “Recuerdo una historia. ¿Les gustaría oírla?”. Todos dijeron que ansiaban escucharla, y los dedos de Baba volaron por la tabla alfabética, que Vishnu leyó:
Un hombre renunció al mundo y pasaba su tiempo meditando, viviendo en soledad, repitiendo el nombre de Dios, etcétera, y también visitando a diferentes santos y mahatmas. Así pasaron los años. Una vez, tuvo la suerte de encontrar a un Maestro Perfecto, le rogó que le hiciera Realizar a Dios, y el Sadguru le dijo que viviera con él en el ashram.
Este Maestro también tenía otros seguidores que estaban viviendo bajo sus órdenes. En el ashram no se efectuaba práctica espiritual alguna, y el hombre pensó que todos los demás no servían para nada porque él no los veía hacer nada que fuera espiritual. Unos cocinaban, otros lavaban, otros limpiaban, de manera que, de conformidad con las palabras del Maestro, se mantenían ocupados.
Aunque estaba viviendo con el Maestro Perfecto, aquel sanyasi había continuado sus prácticas espirituales y se recluyó. Un día le preguntó al Maestro: “¿Cuándo veré a Dios?”.
El Maestro le contestó: “Si actúas de acuerdo con mis órdenes, muy pronto lograrás ver a Dios”. El ermitaño estuvo de acuerdo y asintió con la cabeza. Entonces el Maestro recogió un trocito de piedra y le dijo: “Ve al mercado y, por esta suma, trae dos kilos y medio de verdura”.
El ermitaño miró la piedrita y replicó: “Maestro, esto es una piedra. ¿Quién me va a dar dos kilos y medio de verdura por esto? Nadie lo tocará”.
El Maestro le dijo: “Prometiste que me obedecerías y ahora estás discutiendo. Si haces lo que te digo, tendrás darshan de Dios”.
El ermitaño fue al mercado, pero ningún feriante estuvo dispuesto a ese trato, y todos se rieron burlándose de él. Con gran dificultad, uno aceptó darle un kilo de verdura. El ermitaño se negó y regresó para decirle al Maestro: “Maestro, desde el principio te dije que ese trueque era una temeridad. ¿Quién me daría dos kilos y medio de verdura por una piedra? Yo no pude conseguir nada”.
El Maestro le dijo: “Ahora ve a la dulcería y tráeme dos kilos y medio de dulces por este pedacito de piedra.”. El ermitaño se fue pensando que su Maestro se había vuelto loco. Nadie quiso darle dos kilos y medio de dulces, y por lo más que pudo regatear en un negocio fue por un kilo y medio. De modo que volvió de nuevo con las manos vacías.
Entonces el Maestro le indicó que fuera a ver a un orfebre y le pidiera que le diera no menos de quinientas rupias a cambio. Entonces el ermitaño estaba convencido de que el Maestro estaba totalmente loco, pero de todos modos fue. El orfebre examinó la piedra y le dijo que estaba dispuesto a pagarle mil rupias. Esto sorprendió al ermitaño, porque ahora le estaban ofreciendo mil rupias a cambio de una piedra por la que anteriormente ni siquiera pudo conseguir dos kilos y medio de verdura. Entonces pensó que el Maestro sabía lo que estaba haciendo y que allí había algo distinto de lo que estaba viendo.
Volvió a ver al Maestro y le dijo lo que había sucedido. Entonces el Maestro le pidió que fuera a ver a un joyero y le vendiera la piedra por cien mil rupias. De modo que fue y el joyero aceptó lo que le vendía y le pagó esa suma. El ermitaño trajo el dinero y el Maestro le dijo: “Tú no valoraste esa piedra, pero el joyero conoció su verdadero valor. Él supo que se trataba realmente de un diamante. Solamente el ojo de un joyero podría reconocer el auténtico valor de esa piedra”.
Los verduleros, dulceros y orfebres se parecen todos a personas que tienen los ojos vendados; sólo pueden evaluar las cosas de acuerdo a lo que saben.
Entonces el Maestro Perfecto le dijo al ermitaño: “Yo soy el Joyero y conozco las aptitudes e ineptitudes de quienes me rodean. Ellos actúan de acuerdo con mis deseos, dejando de lado lo suyo propio. Quienes viven con el Joyero son verdaderamente espirituales. A quienquiera que te hayas acercado en tus años de peregrinación hasta ahora se han parecido a esos verduleros, dulceros y orfebres: se limitaron dentro su propio punto de vista restringido. Por eso, es mejor quedarse con el Joyero que conoce lo que verdaderamente vales y que, a su debido tiempo, hará que tú seas un Joyero como él mismo”. De esta manera, el ermitaño se convenció y se sometió fielmente al Maestro.
— Bhau Kalchuri, Lord Meher VIII.